Dependencia emocional
En muchas ocasiones, nos restringimos en nuestro vuelo, olvidando proporcionarnos a nosotros mismos unas alas grandes y fuertes
En cierta ocasión, una paciente me habló de un cuento de Nuria Durany titulado Naturaleza Sabia. La autora relataba cómo un hombre se encontraba con un capullo de mariposa y deseaba verla salir.
Esperó varias horas y, al ver que no lo conseguía, y para ayudarla en su forcejeo, cortó un orificio para hacer más grande la salida. Cuando la mariposa emergió al exterior, tenía el cuerpo hinchado y unas pequeñas alas incapaces de desdoblarse para volar. El hombre nunca se percató de que la lucha requerida para salir por sus propios medios era lo que le hubiera permitido a la mariposa tener un cuerpo ágil y unas alas grandes y fuertes para volar.
En muchas ocasiones, nos restringimos en nuestro vuelo, olvidando proporcionarnos a nosotros mismos unas alas grandes y fuertes
A veces no somos conscientes de la implicación que tiene vivir sometido al servicio de otros. La búsqueda de amor o reconocimiento es una necesidad básica para subsistir. En la edad infantil, sobrevivimos gracias a nuestros cuidadores, porque dependemos de ellos en gran medida. Los padres, hermanos, profesores y amigos, entre otros, nos están facilitando la construcción de pilares en los que se basará después nuestro funcionamiento en el mundo.
Según las vivencias que vayamos adquiriendo y el significado que éstas tengan para nosotros, así se irán estableciendo nuestros vínculos y relaciones. Si nuestra valía se basa en la búsqueda de aprobación para sentirnos amados, nos olvidaremos de nuestras necesidades por miedo al rechazo y nuestras vidas comenzarán a situarse en función de los demás. Nuestro comportamiento se irá adaptando a las personas con quienes establezcamos nuestros vínculos, aferrándonos a que éstas sigan a nuestro lado, a pesar de que limiten nuestro movimiento y no nos dejen desarrollar unas alas firmes y fuertes. La búsqueda de afecto como prueba de nuestra valía será el fundamento y guía de nuestro comportamiento.
Si nuestra vida se centra en lo que el otro valore, esto nos llevará a no escuchar nuestros pensamientos y sentimientos propios. Las críticas de los otros nos provocarán una gran herida y para nosotros serán la evidencia de que no valemos lo suficiente, por lo cual, aún insistiremos más en esa necesidad de ganar el reconocimiento de los demás.
Si fijamos en los demás la garantía de nuestra valía, damos el poder al otro, quien lo percibe y utiliza desde su punto de vista egocéntrico e interesado (entendiéndose: desde el punto de vista de que es cada individuo adulto quien debe defender sus propios intereses).
En este dejar que el otro gobierne nuestras riendas por miedo al abandono o al rechazo, aumentará la inseguridad, y ésta acabará tornándose en sumisión, con el fin de asegurar que el otro siga fundamentando nuestra valía como seres humanos.
La idea de no saber si el otro nos quiere fomentará cada vez más esfuerzos vanos, más dudas, más miedos, y, en definitiva, más indefensión.
De este modo la autoestima irá en función de los demás y por tanto concederemos a los demás el derecho a alabarnos o denigrarnos, según sus visiones del mundo- no mucho más acertadas que las nuestras, porque dichas visiones, siempre están teñidas de los propios intereses y experiencias personales-. Este es el precio que se paga cuando tenemos la incapacidad de generarnos el bienestar a nosotros mismos desde el uso de la propia responsabilidad.
Siempre que no superemos esta incapacidad, el niño indefenso que llevamos dentro seguirá necesitando siempre una guía para su salud, y sólo nos quedará como alternativa ser muy complacientes y sumisos para no permitir que el otro decida dejarnos.
Si el otro, se nos presenta como un príncipe fuerte y valiente, podemos confundirlo con un salvador y que después resulte nuestro peor sueño. Nuestras aspiraciones, sueños, alegrías y matices, estarán teñidos desde ese otro, quedándonos nosotros en las sombras. Seremos el eterno niño que no crece, que teme a su independencia, que se siente nada sin el otro, que tiene miedo de la libertad.
En el caso de la mujer que vive afianzada a mantener el papel de la esposa complaciente que hace de madre, amiga, consejera y perfecta cuidadora, todo acaba convirtiéndose en un pozo de desolación, desorientación y ansiedad. El vacío que se deriva de todo ello implica vivir fuera de uno mismo sin disfrutar compartiendo con los otros. Al centrarnos en nuestros miedos y en lo que hacemos por el otro, uno se olvida ser su ser, de su persona, y elige no responsabilizarse de la propia libertad para poder volar.